22 septiembre 2010

Germán

En 1977 estaba en primer grado y se sentaba en el fondo del aula. Fue ahí, aunque hacia fin de año, que los problemas realmente comenzaron. No sólo se sentaba en el fondo del aula sino que además de estar feliz por la insularidad de su situación imaginaria, el fondo para él era una isla, estaba debajo del alféizar de un ventanal sobre el que se alineaban todos los libros que comenzó a leer ese año, de a uno por semana, hasta darle no se podría decir cuántas vueltas a esa colección ambulante de cuentos de hadas. Dice, cuando se refiere a ese momento, comenzaron los problemas pero como quien repite una fórmula gastada, sin estar muy seguro de qué se quiere decir. En realidad no sabe si comenzaron los problemas, y por eso lo mandaron a la psicopedagoga, así, en abstracto, o si lo mandaron a la psicopedagoga porque fue cuando le tocó el turno a cumplir con una rutina de revisión junto con el resto. Cree que lo más probable es que a los ojos de la maestra tuviera algún problema de aprendizaje. Sabía leer bastante bien, llegó leyendo de su casa, y a pesar de que se notaba la sensación de deber que proyectaba hacia esos libros leyéndolos obsesivamente mientras que a ningún otro compañero se le había ocurrido tocarlos, la cuestión es que por algún motivo no aprendía nada. No había caso. Las letras eran cada vez más deformes y los colores parecían barro sobre la página. Él mismo comenzaba a darse cuenta de algo que lo incomodaría durante toda la escuela primaria: su cuaderno siempre sería el más horrible de la clase. Puede que le resulte difícil determinar el momento preciso en el que comenzó el problema que lo precipitó hacia tantos otros, pero de lo que sí está seguro es de que en el gabinete de la psicopedagoga sí puede decir con seguridad que sintió que el problema había comenzado, que ya estaba inmerso en él y que no había vuelta atrás; porque ni bien se pusieron a hablar, alumno con psicopedagoga, supo que había metido la pata al contarle sobre un sueño y el auto enorme, celeste clarito, bien brillante, con el que un grupo borroso de color marrón salía a secuestrar gente. Cree que no fue tanto el hecho de contar que una especie de fantasmas anduvieran sueltos haciendo fechorías, que por otra parte para él eran como un invento, o al menos así sentía él todas esas cosas que llegaban desde el éter y chocaban contra su cuerpo como contra una antena, sino la palabra que usó para describir sintéticamente esas fechorías lo que terminó mandándolo una vez por semana a un consultorio en el centro donde, mientras un psicólogo le hacía preguntas, subía de pronto de categoría, de psicopedagoga lo pasaban a psicólogo y otro los miraba a los dos oculto detrás de una gran espejo como la ventana donde se alineaban los libros, el alumno ahora paciente se dedicaba a romper silenciosamente, uno por uno, cada vez que iba, los botones que se hundían en el capitoné de un sillón de cuero negro, lustroso, frío y caliente a la vez. Secuestrar, ese había sido el primer verbo del estar ya en problemas.

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