17 octubre 2010

Angelita (segundo relato)

Yo nunca supe terminar nada. Repaso una larga lista de inconclusos: Estudios, amistades, proyectos, amores, hobbies, delirios y emprendimientos de todo tipo - porque para empezar siempre soy muy creativa-, todos fueron quedando descabezados antes de terminar. Si hubiera sabido antes que las cosas nunca suceden hasta que están completamente hechas, talvez no hubiera dejado tantas cosas inconclusas por el camino. Guardo mi orgullo, guardo la vergüenza de ser experta en finales abiertos, en anti finales. Mi modo de terminar las cosas era esperar que se disuelvan por si mismas, como si con ignorarlas fuera suficiente. Siempre creí que el aburrimiento mataba la pasión a la mitad de camino; pero cuando buceo un centímetro mas hondo, me doy cuenta que es el miedo el que los mata. Y de que yo viví petrificada de miedo, muerta en vida, con mi caparazón a modo de escudo. Tomando no-decisiones. Reculando. No-viviendo del miedo. Encerrada en mi des-virtud, con mi des- gracia a cuestas. Justamente, por lo difícil que me resultaba terminar cualquier asunto se me hacía imposible ponerle fin a ese problema. Entonces. Cuál pudo ser el comienzo de esto de no tener fin(es)? Cuán al principio? De todas las historias sin final, creo que la primera es la de mi madre. Secuestrada frente a mis ojos. Desaparecida para siempre.  La incompletud permanente por no volver a encontrarla. La Soledad. El ansia convirtiéndose en ansiedad. La incógnita suspendida en el tiempo. Yo, chiquita, desarmada de las palabras aún no aprendidas. Portadora del sinsentido de no poder asignarle contexto a la tristeza.

Muchísimos años después de perderla, durante un sueño inducido algo psicodélico, atravesè el tiempo. Viajé de regreso hasta ese lugar en que me atrapaba mi pesadilla infantil más recurrente. Me encontré en ese mismo pasillo, donde las sombras me perseguían pisándome los talones. Busqué detrás de las puertas. Miré uno por uno los gestos de las caras desconocidas. Esa cara, que no aparecía. Esa cara, que me pertenecía. Cuando era una niña y ese era solo un sueño, siempre me despertaba en ese punto. Desesperada y sin saber como explicar porqué ese sueño feo me daba tanta angustia, pero como yo ya no era una niña y eso no era exactamente un sueño, asique ese día, fuí un paso más allá: Me arrastré gateando hasta el final del pasillo y con mi manito empujé la última puerta.
Ella estaba ahí. Ma Mà. Parada al final de los finales.
Recién cuando la ví, supe que la había buscado toda la vida. Que ella era El vacío. La incógnita. El nudo en el estómago. Estiré los brazos y me abracé a su cuello  -aunque fue mi amigo el Pájaro quien prestò el cuerpo al abrazo ese día-. Ahí estaba ella. Su olor. Su calor. Su respiración. Sus ojos… y yo, entregada a ella, a la felicidad de volver a verla. Perdida en su abrazo imposible. Imposible. Imposible. Imposible. Imposible...

Con la velocidad divinorum de la salvia, mi madre se deshace en el abrazo. Busco su cara pero ya no la encuentro, todo se ha transformado. Me encuentro con gente extraña, gente que me da miedo. Quiero salirme de ese abrazo, pero ya no puedo....y esa gente, ahora me lleva lejos, muy lejos... y no me dejan volver. Entonces me despierto asustada. Miro alrededor y sin saber que edad tengo, hablo con voz de niña, aunque ya tengo mas de 20 años: -“…Creo que tuve un sueño, que siempre sueño… Creo que soñé un lugar, que creo que conozco… ese lugar…creo que yo estuve ahí antes….”  Bastó que evocara ese lugar, para caer profundamente en trance, nuevamente. Otra vez al mismo pasillo. Las puertas a los costados, que ya ni miro. Sé a donde ir. Sigo derecho al frente, directo hasta el final. Abro la última puerta.
Ahí está ella otra vez: Ma Mà me sonríe, a unos metros de distancia.
Ya no nos acercamos, por miedo a romper la magia. Contenemos el momento. Quieto.
Hablamos con los ojos. Nos despedimos. Hasta luego.

El sueño se apaga. Vuelvo al tiempo real con todos los recuerdos a flor de piel. Me quedan impregnadas la paz de su sonrisa y la seguridad del abrazo.

Creo que esa despedida, fue el principio del fin de las inconclusiones.

Todavía soy esa misma nena, sintiendo el calor de mi madre que me abraza. Amándome del modo que solamente ama la madre. Plantándome con su amor en el mundo. Dejando en mí su huella, su semilla, para cuando ella ya no esté. Soy mi madre que aún me abraza. Conservo su calor para siempre conmigo, haciéndome menos huérfana.

3 comentarios:

  1. hermoso , doloroso ,real. tan real que pude vivir la escena. te amo angi. la tia mary.

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  2. Hermoso en la transformación y la seguridad de que los que amamos nunca se nos irán, siempre estaremos en ellos y ellos en nosotros.

    Abrazo!

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  3. Un relato atrapante , muy real... Tu mama era realmente hermosa!
    y describis su calidez y sonrisa a flor de piel.
    Un abrazo!
    NUNCA MAS!

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